“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

Elisa Daltieri tenía razón

Isla de Nam, de Pilar Alberdi (Círculo Rojo, 2011, 80 páginas). Por José María Marcos para La Palabra de Ezeiza

“Por aquella época, yo no sabía imaginar, y sólo los años me mostraron que el mundo sin la imaginación no tiene sentido, y que Elisa Daltieri tenía razón”. Él que habla es Giacomo Baldosini, quien en la vejez, solo y pobre, se mantiene en pie al recordar su primer amor. La historia se narra en Isla de Nam, de Pilar Alberdi, mediante una travesía cargada de fantasmagóricas nostalgias que parecen conformar el motor de este sugerente y bello relato.
Elisa y Giacomo se amaban, pero cuando se conocieron aún eran muy jóvenes para saber lo que tenían ante sí. En un abrir y cerrar de ojos, él se halla lejos de su tierra, como juglar errabundo proclamando: “¡Escuchad, escuchad! Gentes de Nam... Ella contaba cuentos y yo era un mercader de Venecia”.
Mediante retazos, el enamorado rememora cómo ciertas circunstancias lo arrastraron a esa Isla de los Sueños, donde sólo las fábulas que recrea a diario (para un público que no entiende de qué habla) han podido salvarlo del vacío y de la desesperanza.
Con el mar de fondo, y a la manera de las olas, yendo y viniendo, alejándose y precipitándose sobre su público, va entregando detalles de la trama.
A Elisa la describe con trazos tenues pero potentes: “veía cómo unas pocas palabras pueden inventar un mundo”. O recuerda que, huérfana, “seguía buscando a su madre en los rostros de las mujeres que llegaban a la casa”.
Con similar procedimiento, dice de sí mismo: “Fidelidad, asombro, edad similar, enamoramiento… Ese cúmulo de hechos era yo. También era su audiencia. Su paje y hasta su príncipe”.
Tomando conciencia de la pérdida irrevocable, apunta: “A veces, en otoño, caminando por la playa, viendo cómo el viento arrastraba las pequeñas plumas recién cambiadas de las aves, creía oír:
—Prométeme que no te irás, Giacomo.
—¡Jamás! Jamás me marcharé, Elisa.
Por aquel entonces, aprendí a emocionarme con los amaneceres y con los atardeceres. Con el trino de un pájaro. Con el vuelo azul de una libélula. Me miraba las manos y me emocionaba. ¿Podéis creerlo? Era como si volviese a ser un adolescente”.
De esta manera va avanzando y podemos entenderlo cuando reflexiona: “Últimamente también me suelo preguntar mucho qué es la razón y por qué algunos llaman razonable sólo a aquello de lo que nos quieren convencer”.
Un refrán popular dice que solamente aquel que realiza un viaje tiene algo para contar. Aquí, Giacomo recuerda su itinerario a través de los mares, aunque su verdadero periplo consiste en haber vivido para comprender que el drama de un hombre encierra el drama de la humanidad: “Pequeñas gentes de Nam: yo ya no soy yo. Soy vosotros”. “Vosotros ya no sois vosotros, sois, de alguna manera, yo”.
Y, entonces, puede revelar que ha aprendido, viejo y ciego, que no alcanza con tener ojos para ver. Ha aprendido, quizás tarde, quizás a tiempo, que la esencia de la existencia está en la capacidad que tenemos de creer en el mundo: en la capacidad de imaginar para poder darle un sentido a la vida.